miércoles, 9 de noviembre de 2011

La vocación ganada

Nunca le es fácil dar explicaciones sobre su trabajo, cuando se le pregunta, a un corrector de libros. Y menos a uno de las «ligas menores». «¿Te lees todos esos libros? ¿Cuántos lees con atención y cuántos “a la volada”? ¡Con tanto que lees debes saber mucho! ¡Pero si solo pones tildes, comas y puntos!»… Palabras más, palabras menos. Es cierto que se lee mucho, pero necesariamente no se sabe mucho. La poca seriedad de quienes se dedican a las publicaciones informalmente, para valorar la corrección (o correcciones) de unos originales, dinamita los tiempos y la rigurosidad que exige esta casi azarosa labor.

Las pequeñas «editoriales», todas de reputación de alcantarilla, tienen como norte único el orden mercantil-lucrativo. Tienen correctores por la simple formalidad, por el hecho de poder decirles a lo demás y a sí mismos: «Mis libros se revisan antes de publicarse». Nunca entregan el material con la debida anticipación, exigen celeridad y no les preocupa pasar el material por, al menos, una segunda corrección. Previamente, en la mayoría de los casos, los originales que se le entregan al corrector no han sido objeto del control académico de un especialista en la materia, cuando se trata de material educativo; entonces, el corrector muchas veces, y erróneamente, tiene el atrevimiento de fungir ese papel: y es un contador gubernamental, un abogado laboralista, un psicólogo organizacional, un administrador turístico; y valida contenidos que luego de revisión ortotipográfica (que no de estilo, la que jamás llega a realizar) pasan a la imprenta.
Los correctores de las «ligas mayores» (los de los fondos editoriales serios y de cierto prestigio, que tampoco llegan plenamente a hacer revisión de estilo) acusan a estos correctores de profesionales limitados que, por ende, desprestigian la profesión de corrector. Pero una con otra: se llega a reconocer que los malos correctores son producto de malos ¿editores? y pésimas empresas editoriales.

Hay malos correctores, sí. Es un hecho ineludible. Pero son más las malas editoriales, porque son capaces de condenar a un joven corrector, con aspiraciones y capacidad, a amoldarse y aceptar las reglas del negocio: producir lo más que se pueda para facturar. Pero todo tiene límites o debe tenerlos. El mercado es criminal con un oficio poco reconocido. Cuando se es joven y se empieza se puede «hacer de tripas corazón» y aceptarlo todo o casi todo; y con ello aprender y aprehender, curtirse lo más que se pueda y nunca dejar de prepararse y de estar preparado para cosas mejores. Siempre sugiramos, así no seamos oídos o leídos (es bueno siempre dejar una constancia escrita de nuestras ideas y recomendaciones). Nunca dejemos de hacerlo. Pero aspiremos a más; si pasado un buen tiempo no mejoran las cosas, dejémoslo y busquemos personas más serias que nos paguen lo que merezcamos porque saben de lo serio de nuestra labor, personas que no atenten contra el tiempo que requiere lo riguroso de la corrección, personas que nos entreguen los originales con la debida anticipación que hasta podamos darle hasta tres revisiones antes de mandarlos a imprenta. La gente seria, además de trabajar con más de un corrector, trabaja para un equipo y para los lectores.

Y la impotencia del corrector también radica en ser testigo de los despilfarros que se hacen en cosas menores e innecesarias en la editorial (agasajos vanales, excesivo personal administrativo, etcétera) antes que pensar en contratar y pagar bien, al menos, a dos correctores de apoyo. Sufre trabajando más de las horas que le corresponden legalmente y por no ser pagado de más por ello. Se lleva el trabajo a casa sacrificando sus fines de semana, su vida social o algún otro proyecto académico de interés. En mi caso, yo no elegí ser corrector de textos por vocación; es más me cuesta creer que muchos de los trabajos tengan que ver en realidad con la vocación inicial de las personas. O la vocación en el trabajo nunca la llegas a conocer o la ganas en el camino. Muchas veces suele ganar la costumbre. Soy lingüista de profesión, la corrección se me presentó como medio para comenzar y poder solventar algunos gastos personales menores y los posibles estudios de posgrado para la especialización en Psicolingüística o Socilolingüística. Pero sí me creo capaz en lo que hago ahora, no soy el mismo que comenzó en esto hace cuatro años, sé más de lo que jamás pensé saber solo por mi simple «buena ortografía». Me preparé a conciencia cuando decidí asumir la responsabilidad de corregir asalariadamente. Logré pequeñas conquistas en mi trabajo, pero creo que ahí alcancé mi techo, y estoy seguro de que mayores conquistas para mi área no obtendré. Y por conseguirlas quizá llega el momento de partir. Si me ofrecieran más dinero por enseñar en una escuelita o investigar el espectro tonal de alguna lengua amazónica, de hecho que aceptaría. ¿No tengo vocación para la corrección por ello? Sí la tengo, pero mi vocación no está en sacrificar mejores oportunidades salariales por «amor al arte»; mi vocación está en que me he convencido de que no podré poner mayor pasión enseñando o analizando un corpus lingüístico como lo hacía, y aún lo hago, de corrector de textos. La vocación, si bien la descubrí en el camino, me ganó una sola vez.

El corrector no puede ser parte mucho tiempo de la errada sistemática de las «pseudoeditoriales», no debe desvalorizar su oficio. Ya dije, sugiramos, capacitémonos. Llegado el tiempo, a partir de pequeñas conquistas, logaremos las mayores, las que reivindiquen nuestra vocación, sea como corrector o enseñando o estudiando el tono de una lengua amazónica… ¡Ojalá! Eso sí, con ya cierto tiempo corrigiendo (más de dos años) hay que haber ganado la vocación, sino eres ese mal profesional del que hablan los correctores de las «ligas mayores». Punto final.

Frank Zavaleta Tejedo

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